Santiago se ha revolucionado estos días por la presencia de dos gigantes. La “Pequeña Gigante” y su tío, el “Señor Escafandra”, recorrieron las calurosas calles de la capital durante los tres días de cierre del festival de teatro “Santiago a 1000”.
TVN reformuló su programación sabatina para transmitir la aventuras (o mejor dicho siestas… porque, que eran buenos pa’ la pestaña lo eran) de esta chiquilla y su tío. Tanta gente eufórica ante los pasos de un par de muñecos, tanta cobertura me hizo preguntarme si sería realmente tan espectacular como decían, así que decidí ver en vivo y en directo qué tan maravillosos eran los muñecos estos.
Tomé mi pase escolar y mi cámara, y partí rumbo a Alameda con Portugal donde los muñecos se detendrían para tomar una de sus tantas siestas.
El metro iba repleto de señoras que iban con toda la parentela y más de una niña iba vestida como la muñeca.
Al llegar a la estación Universidad Católica me di cuenta de la convocatoria de público que tuvo el evento. Las salidas estaban colapsadas, pero a pesar de esto la gente no perdía la calma. Por primera vez en mucho tiempo no me tocó vivir los empujones y malas caras de las personas en el metro. Las personas estaban felices por ver el show.
Cuando salí me encontré con un mar de gente que levantaba a los niños en sus hombros, quienes alzaban las manos para saludar a una muñeca la cual, con mi metro 62 de estatura y sumergida entre tanto cabro chico, no podía divisar. Buceé entre la masa para tomar una mejor posición, y ahí estaba con sus seis metros de altura, su vestido verde y su pelo negro azabache. Quedé maravillada. Alcé mi cámara para tomarle una foto y al mirar la pantalla me encontré con otra figura, la del “tío escafandra” que se acercaba imponente.
Si la “pequeña gigante” me impresionó, el “tío escafandra” lo hizo aún más. Once metros de madera con unos zapatos que a cualquiera aplastaría como hormigas.
Levantaron a la gigante y la subieron al barco. Un ejército de “liliputienses” la vistieron con su impermeable amarillo.
Los “liliputienses” eran un show aparte. Meticulosos y delicados con la muñeca como si fuera una niña de verdad. Trepaban ágiles por las marionetas y las preparaban para su reparadora siesta. Admiro a esos hombres y mujeres que con más de 30 grados usan esos trajes rojos y guían a esos gigantes de madera por el cemento.
Los muñecos me daban la espalda, así que corrí de vuelta a la estación para tomar el metro hacia Santa Lucía y luego subir para ver a los muñecos de frente.
Al recorrer la alameda sentí que retrocedía al menos diez años de mi vida. Miles de niños gritando, gente que llenaba el cerro Santa Lucía, challa por todos lados, globos de bolsa plástica y un organillero que con su música transformaba el centro en una verdadera fiesta.
Al llegar a la valla papal logré divisar a los muñecos en toda su magnitud (que para variar dormían). Eran hermosos, magníficos, parecían tener vida. Se oían los ronquidos de ambos y el pecho de la muñeca se levantaba con su respiración. Tanto detalle en sus manos, sus rostros, sus ojos, su ropa, todo estaba realizado de forma muy detallada.
Un espectáculo magnífico que tuve la suerte de vivir. Valió la pena asarme de calor para ver el espectáculo. Y, aprovechando el viaje, para ver al “liliputiense” de las “rastas”, ese rubio francés de pelo largo que a más de alguna chilena (y chileno… quién sabe…) le sacó un suspiro. Bendita sea la “pequeña gigante” que lo tiene a su servicio…
Otra de las cosas que más me impactó fue la cantidad de público, más de un millón de personas asistieron al show, lo que demuestra la falta de espectáculos y lugares de recreación accesibles a todo público. Pero ese tema lo dejaremos para otra columna delirante.